lunes, 26 de junio de 2017

Hipocresía

Hipocresía

De blanco y negro pintaba la realidad juvenil en contraste con el espíritu coloreado de la joven. Con dieciséis años paseaba por la vida vestida de inocencia estampada en fantasía. Sola, la figura paterna arrebatada en una trinchera de Guadarrama, y la madre ahogada hasta la muerte en la pena que le agoto las lágrimas. Así, abandonada en la nueva España, con tan solo unos pocos años derrocha ímpetu envuelto en un bello envase de piel morena.
Atrás, lejos, muy lejos quedo la infancia en el pueblo, pero aún más lejos quedó el cariño que añoraba, cada noche con los ojos cerrados e inundados en el recuerdo de su madre, podía oler el aroma de su piel, mezcla de pan blanco recién hecho y flor de azahar, sin esforzarse conseguía oír su voz hasta quedar dormida. Sola en la habitación prestada por una compasiva y aburrida viuda de mediana edad sin hijos, a la que le perdía que aquella muñeca recién llegada del Sur le llamara “madrina”
Fue con ella, con la madrina, una tarde de sábado en el baile al aire libre, la joven convertida mágicamente en peonza bailaba alegremente sin ver el fin, como siempre bajo la atenta mirada de la viuda convertida en “carabina” los fines de semana, sentada sobre el mimbre de una de las sillas en medio de la hilera armamentística que bordea la pista, otea precisa el percal. Un rápido cruce de miradas fue suficiente, él era moreno, alto, fornido, con el pelo negro peinado y encerado hacia atrás, impresionada sus ojos quedaron unos segundos, horas parecieron clavados en los suyos.
Los bailes, y encuentros se repitieron durante unos meses que pasaron sin darse cuenta, hasta el día que llegó a ser la prometida, con el visto bueno de la madrina, dado que el muchacho diez años mayor, provenía de una “buena familia” fabricantes de paño y telas varías, y sobre todo bien relacionada con la sociedad del régimen imperante, una minoría social con la barbilla altiva que le impedía bajar la mirada al inmenso Somorrostro que arrasaba hipócrita el país, un ruin baúl donde esconder a los perdedores y a sus hijos, entre ellos a la encandilada joven.
Después de una boda de ensueño, con la melena al viento subidos en el Mercedes descapotable último modelo iniciaron la vida de casados, para ella empezaba una vida ideal. Para él la noche de bodas fue el primer parche en un mundo de apariencias que hacia aguas por los cuatro costados. Durante el noviazgo nunca pasaron de unos besos faltos de pasión y justificados en el respeto, pero ahora ya eran matrimonio se decía a sí misma. Pero la primera noche no hubo nada, igual que la siguiente, y una tras otro paso el tiempo, y ante tanto respeto, con la vergüenza subida a las mejillas, la muchacha se atrevió a contar lo que sucedía a sus hermanas mayores, confirmada la anormalidad por estas, el castillo de princesas empezó a semejarse a una mazmorra vestida de seda y tapices.
Las noches después de cenas de gala, espectáculos de primer orden y amistades de postín, pasaban dándose la espalda el uno al otro en la cama. La ilusión del principio se tornó infelicidad, se sentía utilizada, y a él ya no le quedaban excusas, más pronto que tarde le iban a descubrir y eso sería su fin, le expulsarían a un armario repleto de personas que huían del rechazo y la persecución a la que eran sometidos al ser descubiertos.
Por fin llegó el momento que tanto miedo les daba a los dos que llegará, una madrugada donde ella intento buscarle, busco que la tocará, que la besará como se besan en las películas de Hollywood, y como cada noche tenso él ni se giró, y la joven entre lágrimas encendió la luz tenue de la mesilla.
– Quiero hablar contigo por favor, quiero saber porque no hacemos lo que hacen los matrimonios, le espeto con dolorosa fuerza en la voz.
¡Él, con un sollozo sordo, dándose la vuelta la miro con los ojos caídos en las sabanas de seda blanca, le confirmo la sospecha, no puedo tener relaciones con mujeres!
– ¿Te gustan los hombres? ¿por qué me has utilizado? ¿por qué yo?
Desencajada no entendía nada, él avergonzado le pedía perdón sin parar, él la quería de verdad, pero su querer no iba más allá de cómo se quiere a una hermana. ¡La madrugada llego con abrazos ya sin lágrimas, él le ofreció todo lo que tenía, le dio libertad para que tuviera relaciones paralelas, e incluso que fuera madre, le daré mis apellidos! ¡Pero no me dejes! La joven le prometió no descubrirle nunca, pero se iba para siempre. Viviría como si fuera soltera, en otro sitio donde no la conocieran, no quería nada, solo olvidar la farsa a la que la sociedad de oro y alhajas putrefactas le obligo a llevar junto aquel muchacho bien parecido, rico y con un futuro prometedor.
Con los años ella conoció una buena persona con la que tuvo dos hijos a los que no les podía dar siquiera su apellido, el hombre comprensivo y avanzado a su época capeo las trabas que la sociedad les imponía. Hasta que un día con el régimen fenecido las leyes fueron cambiando, amparando las diferentes y normales situaciones personales, acercando un pasito más la igualdad de los derechos cercenados, un pequeño paso que para ella fue inmenso.
A los pocos años en el diario de Sabadell, la joven ya madura leyó una pequeña esquela donde se pedía una oración por el fabricante, hijo de buena familia recién fallecido.
Con una lagrima rodando por la tersa mejilla morena, se despidió de él, de una buena y atormentada persona, que le ofreció todo menos lo que ella necesitaba.

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