Sospechosos
El Sol
ocultándose tras la elegancia arquitectónica que le rodea, y de nuevo ha vuelto
a perder el Bus. Baja lentamente la mirada hasta
ver su mano oscura perlada de sudor, aprieta fuerte el bono-bus mensual, está
hecha un manojo de nervios. El permiso para deambular entre la gente de bien
está a punto de caducar. Y no quiere volver pasar por lo mismo de la última
vez, no quiere que le vuelvan a humillar, no quiere volver a ser tratada como
una delincuente.
En pocos minutos la
Luna llena bañará las calles, y con ella alumbra el influjo del temor, nace
como cada noche el miedo al diferente. Carmen sabe perfectamente que en pocos
minutos mutará de inofensiva chica de servicio a sospechosa peligrosa.
Con la iluminada
oscuridad no tiene donde esconderse. Los mismos vecinos que pasan por su lado sin
reparar en su presencia durante la luz del día, que no reparan en ella de ocho
a dieciocho horas de lunes a viernes, los mismos que le dotan de impunidad al
no dignarse a bajar la mirada hasta el metro cincuenta que levanta del suelo
Carmen. Para ellos, para los mismos, fuera de ese horario, ella no es más que un
bulto sospechoso, cada vez más nerviosa se siente tan señalada, como si la
alumbraran con cañones de luces de neón anunciando peligro.
En el silencio del
atardecer, puede ver las sombras alargadas a través de los visillos blancos de
los inmensos ventanales, y también le parece oír el golpeteo de los dedos blancos
y estilizados marcando en la pantalla del smartfhone el número de la seguridad
privada.
Parece
que ya viene el siguiente bus, con retraso, pero ya llega ¡Gracias a Dios hoy
se va a librar de incoherentes interrogatorios y crueles ninguneos! Si, por fin
llegó, con un chirrido se detiene, y con un seco sonido de descompresión se
abren las puertas de acordeón. Con un suspiro rápidamente se acomodó en el duro
y acartonado asiento de escay marrón. Durante el corto trayecto hacía otro
mundo, hacía su mundo, ya destensada, cansada y exhausta, Carmen con delicadeza
y cariño guardo su bono transporte (pasaporte) en la fundita de color verde oliva.
La cabeza no asoma por encima del asiento, y así medio escondida, cerró los
ojos y volvió a fantasear un día más, como tiene por costumbre hacer durante
todos los viajes de lunes a viernes, soñó despierta con sus hijos y la imagen
de ellos le devolvía a su cerebro la razón, la excusa perfecta al esfuerzo y
los sinsabores. Nada podía con ella, nada era más fuerte que el bienestar que
les aporta Carmen tras las diez horas de luminosa impunidad
en el barrio de la gente de bien.
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